miércoles, junio 13, 2007

Desvelado por siempre

Pues bien, he estado pensando en el azar. Me pasa que hace más de una semana, conciliar el sueño se me ha vuelto un juego de estrategia. Sin luz, sin bulla, sólo mi mente crujiendo y la respiración de ella al lado izquierdo de mi cuerpo. Pero esta vez, no me será posible aterrizar en su ombligo para hacer el papel de náufrago o conquistador de un Isla en forma de vientre. No quiero despertarla. Ahora mis conclusiones se limitan a un cielo raso a oscuras, recuerdos, planes, mi estómago vacío, una voz que es mi propia voz, hablando conmigo en tercera persona.
Poco a poco me he convertido en el testigo omnisciente de la historia que desayuno, almuerzo y ceno en una mesa de vidrio, un local de comida rápida (que por cierto ni siquiera me gusta), un bar. En cada una de esas intervenciones, me encuentro solo, con la barba recién afeitada, el pelo desordenado, la chaqueta que me regaló Martina hace años y ese par de zapatos que por más que uso nunca envejecen. Camino con las manos en los bolsillos, no miro a la gente que intenta atropellarme, aunque me gustaría ver hasta qué punto están dispuestos a hacerme creer que es mejor tirarme al piso, desarticularme quizás. Sigo caminando, con cara que tiene cualquier veinteañero con un futuro que desconoce, un pasado impertinente y un presente que cada vez existe menos. Soy sincero conmigo y con el testigo que todo lo sabe: me siento en el primer asiento que encuentro disponible (y sin huellas de palomas). Ya luego de tantos días, comprendo que de eso se trata mi rutina, que no tengo que interrumpirla. Ayer pensaba en eso, en mi resignación ante la inercia. Así que después del trabajo, salí a caminar hasta encontrar un nuevo asiento libre.
Con esto de no poder dormir me ha dado por volver a fumar y de paso tener algo más que compartir con Martina. Ayer, estaba ya sentado con un cigarrillo en la mano, sólo me faltaba encontrar el encendedor que para variar había perdido. Me puse de pie y caminé hasta llegar a un kiosco, pedí fuego a la mujer que atendía el negocio, le di las gracias y retrocedí al asiento que había abandonado. Pero ya no era mi asiento, porque había una chica ahí, sentada igual que yo me siento, buscaba algo en su cartera, parecía tener prisa. Me acerqué, quería ver su cara de cerca, todos sus gestos eran demasiado conocidos, su ropa, su manera de buscar. Por cada paso que daba, un nuevo golpe me hacía creer que ahí, en mitad del pecho había algo más que huesos. A un metro de distancia, la vi. Por primera vez la vi a ella, la misma chica que hace años practicó con mi sonrisa hasta hacerla indeleble. Martina, ella era, buscando sus cigarrillos rojos, con la chasquilla tapándole los ojos, vestida algo diferente, casi como en aquel tiempo en que nos conocimos en la universidad. Mujer, qué haces aquí, le dije. Ella me miró y sonrió como ya había sonreído al desayuno. “Me sorprendiste en mi banca preferida” y rió con las mejillas medias coloradas. Es el azar Martina. “Edgar, otra vez con eso, la suerte no existe”. Para ese entonces estábamos los dos en el mismo asiento. Y aunque ella no lo crea, para mí el encontrarla ahí, ayer, fue cosa de azar, de llegar al lugar preciso para recordar que no hay escapatoria. Martina forma parte de mi suerte.

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